viernes, 14 de mayo de 2010

Madrid: el gigantismo español

Cuando se llega a Madrid luego de un vuelo de 12 horas, hay algunas impresiones que arremeten ya en las primeras horas de la estadía. La primera de ellas es el gigantismo. Desde el Aeropuerto de Barajas hasta los “intercambiadores” del Metro, todo es inmenso, inconmensurable, y a fin de cuentas distópico. Eternos pasillos perfectamente señalizados llevan de una estación a otra, entre terminales de donde salen aviones, trenes, buses, líneas de metro, y uno sospecha que en algún lado también se encuentra la salida hacia la ciudad. Es el optimismo Europeo el que lo tiñe todo, y es la uniformidad la que cubre con un manto de conformismo a las estaciones y a sus usuarios, generalmente protegidos por audífonos conectados a toda clase de aparatos, desde e-books hasta pantallas ultra-finas donde ven series de TV, o el omnipresente I-Pod y sus gemelos. La estación Chamartín caracteriza muy bien esta sensación futurista del presente: cuatro pisos interconectados por escaleras mecánicas y ascensores que llevan a dos líneas de metro y el ferrocarril, y al fondo de los pisos, una proyección sobre el muro cóncavo mostrando una catarata continua de agua virtual en azul brillante. Algún urbanista madrileño parece tener un sentido del humor perverso, pues frente a la catarata virtual gigante, en la estación de metro gigante, rodeado de autómatas humanos, uno está adentro de Matrix. No de la película, sino en su versión real. Bienvenidos a la Europa del año 2010.

Cuando se entra al Metro, lo primero que hay que hacer es elegir un boleto. Cosa que no es tan fácil, porque hay muchos tipos posibles. De un viaje, de diez, abonos múltiples que sirven para distintas extensiones de líneas, combinaciones, etc. Soy un turista sudaca en esta zona liminal entre Argentina y la “verdadera” Europa, así que saco (de la máquina automática que acepta todo tipo de medios de pago) un abono turístico de dos días, que me permite utilizar toda la red madrileña de metro y bus por sólo € 8,80. Ese mismo día, tomo a propósito una de las líneas de metro liviano que viaja por la superficie y también bajo tierra, para ver como son los suburbios al norte de la ciudad. Edificios uniformes cual Puerto Madero sin agua, cafés fast-food y centros comerciales, terrenos baldíos perfectamente limpios, estudiantes de botas altas y minifaldas.

Las mujeres madrileñas son hermosas. Tanto o más que las porteñas. Siempre impecablemente vestidas, botas y medias negras, pollerita o mini, campera de jean o un traje, accesorios y demás. Todo Madrid parece lleno de secretarias modernas, chicas universitarias, señoras elegantes, trajes y más trajes. Con mi backpack lleno y la mirada perdida, desentono del entorno. Por lo menos no soy el único que mira el mapa del metro. El gigantismo tiene su precio, los locales tampoco saben sin mirar como ir de un lugar al otro.

Así se come en Madrid: a la mañana, un desayuno, o sea café con leche, un bollo (una factura gigante, igual a tres facturas argentinas), y zumo de naranja natural. A las dos o tres de la tarde, la comida del mediodía. O sea, cantidades ingentes de cerdo, pescado, y algunos vegetales, repartidos entre entradas, plato principal, postre o café y una bebida. Y sí, los oficinistas almuerzan así todos los días. Acompaño a un Couch Surfer y un amigo a comer en el comedor de la Universidad de Comillas (algo como la UCA porteña). Alcauciles con jamón, pollo a la pimienta, torta de manzanas y una Coca-Cola, todo por € 6.65. No tengo idea como voy a mantenerme en forma en España, ni como la gente aquí no parece ser obesa. Debe haber una solución. A eso de las nueve de la noche, voy de tapas con un austríaco llamado Pepe, al que le gustan Los Fabulosos Cadillacs, un venezolano previamente ilegal, y Rocío, mi host en la ciudad. Esto es, vasos de cerveza acompañados de platitos con frutos de mar, gazpacho o productos porcinos. Grasas y alcohol, ¡justo lo que mi cuerpo necesita! Tal vez el vino tinto logre reducir el daño a mi sistema. Hago una prueba y luego les cuento.

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